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Un julio de azoro

Fecha/hora de publicación: 09 de agosto de 2019 13:17:01

A principios del mes pasado, escribí algo así como lo sorprendido que estaba de haber cumplido 53 años sin pena ni gloria.

Finalizó el mes y, con sorpresa, caí en la cuenta de que ese mes, precisamente el de este año, fue un mes de descubrimientos; relevantes unos, intrascendentes otros, necesarios todos para terminar de indagar en este que soy y que está en permanente estado de construcción.

Por lo pronto, en este mi redescubrimiento —certeza que, bien mirado, debería hacerme sonrojar si mi colorcito me lo permitiera, ¡a esta edad y con viruelas!—, asisto con júbilo al milagro de una revelación continua como, por ejemplo, el poeta español Miguel Hernández.

Me explico: en este ocio largo y merecido (habrá opiniones) resulta que me fui de patita de perro. En esas, por aquí y por allá, vi libros y..., era inevitable, compré libros. Modosito, me había llevado diez novelas de un autor argentino cuya existencia ni siquiera columbraba y del que, sobra decirlo, por las mismas razones no había leído (otro descubrimiento, por cierto, me apresuro a sugerirle al Adolfo que lo lea): César Aira.

De buena fe pensé que con eso bastaría; no obstante, conociéndome, por si las moscas, me llevé la tablet con sus buenos catorce o quince o veinte libros en versión electrónica, por aquello de que no me fuera a dar un aire y las novelas de Aira a hacerme lo que el viento a Juárez. Ocurrió (otro descubrimiento) que el méndigo artefacto fue de balde, porque si lo abrí dos veces fueron muchas y, en cambio, cargué con él todo el trayecto y el maldito pesa lo suyo por lo que, ya lo sentencié, no habrá para él próxima vez, pues siempre me hace lo mismo: lo llevo y nunca lo uso porque no falta la librería que se me atraviesa en el camino. He dicho.

Volviendo al tema, ahí estaba yo caminando, caminando y, ¡zas!, otro descubrimiento: mi papá Cruz, hace muchísimos años, me hizo el favor de presentarme a Lawrence Sanders de quien, como pude, allá en mis veintes, pepené cuanta novela se me paró enfrente. Pasaron los años y jamás volví a encontrarme un tomo suyo y la semana pasada, como una predestinación (porque en ese instante lo recordé de golpe), hurgando en sendas pilas de libros usados en una librería de segunda, hallé una novela de él que no había leído, "El Séptimo Mandamiento" y huelga decir que lo compré ipso facto con el corazón henchido de gozo.

Bien, pues en otra de esas vueltas que da la vida, me di de manos a boca con la "Elegía a Ramón Sijé"; cuyo prefacio me prendó de inmediato: "En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería". "Con quien tanto quería"... ¡Ah! El milagro de las palabras. Y como transcribir el poema entero me parece una grosería, le dejo aquí unos cuantos versos: "daré tu corazón por alimento.// Tanto dolor se agrupa en mi costado,// que por doler me duele hasta el aliento.// [...] No hay extensión más grande que mi herida,// lloro mi desventura y sus conjuntos// y siento más tu muerte que mi vida". ¿No es magnífico?

Pero ahí no acabó el asunto, porque otro descubrimiento, este para mi mal (creo), es que no me gusta Queen. Sí, sí, sí, sé que no faltará quien me condene y piense de mí que soy un tránsfuga, por lo menos, o un imbécil, lo más seguro, pero, ¿qué quieren?, no me gusta y punto. ¿Qué cómo lo supe? Pues resulta que fui a un recital del que, todo sea dicho, la puesta en escena fue monumental pero en el que me aburrí miserablemente. Me dormí y me desperté como tres veces y la cosa esa nomás no se acababa. ¡Un suplicio! Lo más memorable, para mí, fue un señor entrado en años —¡mira quién lo dice!—, que empezó muy bien, moviendo con ritmo su cabezota cubierta de canas, y terminó de pie, casi parado en la butaca, sacudiéndose entre estertores que, en otro contexto, me habría hecho pensar que le estaba dando un ataque. Lo tierno vino de la mano de un chaval de no más de doce años, quien aplaudía y se emocionaba a la par que su progenitora (o su abuela), con una solidaridad envidiable.

Por último, del lejano oriente, conocí también a Tetsuya Ishida, un inquietante pintor japonés (ya fallecido) y el bao, un pan al vapor de origen vietnamita que con cerdo picado, cebolla y un toque de jalapeño sabe exquisito, pero esas, como diría la nana Goya, son otras historias.

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